jueves, 28 de febrero de 2013

La moraleja de la Caperucita


Mamá y papá cuentan el cuento de la Caperucita Roja a su niñita de cinco años. Son conscientes de que la televisión a menudo maleduca, y las compañías del parvulario no siempre son las deseables, por mucho empeño que ponga la profesora en dar una educación en hábitos y valores, además de enseñar a distinguir un círculo verde de uno rojo a la hora de cruzar la calle. Por lo tanto se proponen educar a su pequeña como se ha hecho toda la vida, a través de la moraleja de los cuentos tradicionales. Cada noche, antes de dormir, le explican una de las historias que sus propios padres les enseñaron a ellos mismos cuando tenían la edad de su pequeña.

Cuando el lobo feroz pasa a mejor vida, tiroteado por el cazador que rondaba los alrededores de la casa de la abuela en busca de pichones, armiños u otro tipo de pieza de caza menor, papá cierra el libro y mamá recapitula:
                –¿Ves? Caperucita no hizo caso a su mamá, que le dijo que no se entretuviera, y mira cómo terminó. El cuento nos enseña que los niños tenéis que hacer caso a los mayores.
                –Pero mamá –apunta la niña–, el lobo feroz era mayor que Caperucita, y ella le hizo caso. Además, luego se disfraza de abuela para engañarla, y la abuela también es una persona mayor, Caperucita todo el rato hace caso a personas mayores y se mete en un lío.
                Mamá sonríe, se siente orgullosa de su hija, porque sabe que pocas niñas de su edad serían capaces de hacer una valoración así. Los niños de cinco años se lo creen todo, su pequeña, sin embargo, es capaz de discutirle hasta aquello que cae por su propio peso.
                –No –le aclara–, lo que quiere decir el cuento es que hay que hacer caso a los papás.
                –¿Papás? Pero si la Caperucita Roja no tenía padre.
                Mamá no se esperaba esa respuesta, ya que ni ella misma se la ha planteado jamás. ¿Un cuento tan moralista como el de la Caperucita puede estar protagonizado por una familia monoparental? Para ella roza lo indecente. Pero lo que más le descuadra de todo este asunto es que su hijita de cinco años sea quien le ha hecho percatarse de ello. Por un momento no le hace tanta gracia como hace unos instantes la capacidad de análisis del texto de la niña, superior sin duda a la de cualquier otra criatura de su edad. Por suerte para ella, papá tercia antes de tener que improvisar una respuesta:
                –No se trata de eso –dice al tiempo que coloca una mano sobre la espalda de su esposa y utiliza la otra para acariciar la nuca de la niña–. Olvídate del papá de Caperucita Roja. Lo que lo que tienes que aprender del cuento es que el que la hace la paga. Fíjate bien, como has dicho, Caperucita se metió en un lío. ¿Pero por qué? Es bien sencillo: por no hacer caso a su mamá. Tuvo que pagar su desobediencia con el severo castigo de ser engullida por un lobo. ¿Y el lobo? Pues él se portó peor que la Caperucita, y se portó tan mal que tuvo que venir el cazador a hacerle pagar sus fechorías.
                –¿Y qué pasa con la abuela? Ella no hace nada mal y recibe el mismo castigo que Caperucita.
                –Bueno –contesta el padre desconcertado por la apreciación de su hija–, supongo que si no le hubiera abierto la puerta al primero que llamó no le habría pasado nada.
                La pequeña piensa unos instantes y apunta no muy convencida:
                –Entonces el cuento nos enseña que los abuelos no deberían abrir la puerta de casa hasta estar seguros de quién llama.
                –Puede que sea otra lección –interviene de nuevo la madre ya un poco crispada con intención de cerrar el tema y apagar la luz para que su hija se ponga a dormir–. No tenemos que fiarnos de según quién. En la vida hay que ir con cuidado, vigilando las intenciones de las otras personas, sobre todo si no las conocemos.
                –Yo creo que todo eso son tonterías –interrumpe de nuevo la cría–. Yo con el cuento de la Caperucita he aprendido que siempre hay que tomar el camino más corto para hacer las cosas. Caperucita Roja se entretiene por el camino largo y el lobo la adelanta, de haber tomado el primero… ningún problema.
                Papá, algo malhumorado por la testarudez de la niña y la lección de blandenguería de la madre, se levanta.
                –No entendéis nada –exclama saliendo de la habitación–. El cuento nos enseña que el que la hace la paga –se detiene en la puerta–. En el mundo en que vivimos a veces hay que actuar con dureza, como el cazador, que acaba con la vida del lobo, y sólo así se asegura de que no volverá a hacer el mal. La Caperucita Roja nos enseña la importancia de tener armas de fuego en casa para defendernos.
                Suena el teléfono en la sala de estar, papá calla y va a atender la llamada.
               
                La pequeña está ahora realmente confusa, creía haber entendido perfectamente el cuento cuando papá cerró el libro, pero parece ser que no es así. Mamá, al leer la confusión en los ojos de la niña, desaparecida ya la chispa que tiene cada vez que pone en duda lo que se le explica, se ve reconfortada y tranquila. Acaricia la cabecita su hija y, de nuevo con una sonrisa en la cara, concluye:
                –Lo importante es que siempre hagas caso a papá y mamá.
Su marido aparece entonces en la habitación con el teléfono inalámbrico. Su mujer y su hija guardan silencio esperando la noticia que viene anticipada por el rostro desencajado del hombre. Con la voz rota explica:
–Era la policía. Unos ladrones han entrado en casa de la abuela, le han robado todas las joyas y la han matado.

Chuelo


viernes, 26 de agosto de 2011

La exclusiva

Juanjo encendió el ordenador y entró en Wikipedia, abrió el artículo sobre el presidente del gobierno y publicó la fecha de su muerte: aquel mismo día. Una hora después, desde la azotea de un céntrico edificio ubicado en una de las principales avenidas de la ciudad, apretó el gatillo para, instantes después, ver a través de la mira telescópica cómo reventaba el presidencial cráneo. Por fin había sido el primero en actualizar internet con la muerte de una celebridad. Se pudriría entre rejas con la satisfacción que le daría de por vida haber tenido la exclusiva de un hecho histórico.
Chuelo

sábado, 9 de julio de 2011

El Génesis, o precuela de nuestra existencia

En el principio Dios creó la Tierra, que por aquel entonces era plana y no redonda. La tierra era caos, confusión y tinieblas. Y Dios dijo “Haya luz”, y hubo luz. Dios vio que la luz estaba bien, y la apartó de las tinieblas. Dios llamó a la luz día y a la oscuridad noche, y atardeció y amaneció.

Y así, mientras atardecía y amanecía una y otra vez, Dios creó todos los seres vivos que han existido y existen hoy en día. Y cuando se cansó de crear seres que se comportaban casi mecánicamente según sus instintos, decidió fabricar la más perfecta máquina que se le podía imaginar: el hombre. Ojo, era el hombre, no la mujer ni el ser humano. Se trataba del hombre, la primera criatura con uso de razón. Y a ese primer hombre lo llamó Adán. Cuando éste despertó Dios sacó su dedo de señalar de entre dos nubes y le dijo: “Adán, bienvenido a la vida. Disfruta de todo cuanto tienes a tu alrededor a excepción del fruto del árbol de la ciencia, ése al que provisionalmente llamaremos manzana hasta que se nos ocurra un nombre mejor”.

Adán dio gracias a Dios y empezó su vida en el Jardín del Edén. Lo recorrió entero, subió a todas sus montañas y bajó de ellas sin cansarse, nadó por todos los ríos sin sentir el frío de sus aguas, pasó tranquilamente todas las noches al raso sin saber lo que era el miedo, y comió de todo ser vivo que se cruzó por su camino sin indigestarse ni tener que cocinar. Era una vida perfecta, pero de tan perfecta, con el tiempo, se tornó aburrida.

Pensando que Dios no podría verlo todo desde detrás de sus nubes decidió tomar una fruta del árbol prohibido. Sólo llegó a darle un bocado. Acto seguido Dios sacó su dedo de acusar, que era el mismo que el de señalar, de entre dos nubes y gritó atronadoramente: “¿Qué has hecho desgraciado? ¡Ya tenías que joderla!”. Adán, presa del pánico por primera vez desde que habitaba aquél lugar, se echó al suelo de rodillas y exclamó: “Oh Dios, sé misericordioso y no me lo tengas en cuenta, es mi primera vez”. Dios se negó a perdonarle, pues él lo había creado con el objetivo de poner sobre la Tierra a un ser con la capacidad de no errar jamás gracias a su raciocinio: “Saldrás del paraíso, sabrás lo que es el dolor, el frío y el sufrimiento. Tendrás que trabajar para ganarte tu sustento y además, podrás caer enfermo”.

Pero Adán, casi a la desesperada, tuvo una idea: “Disculpa un momento. Si ahora me expulsas y todo el mundo se entera de que tu primera creación inteligente no sabe obedecer la simple norma de no comerse una manzana, no tendrás muy buena reputación como Dios omnipotente”. El creador calló un instante, reflexivo, y contestó en tono pausado: “Tienes razón. Por tu culpa mi divino culo ha quedado al descubierto. Tendré que idear otro plan”. Con este fin, Dios sumió a Adán en un profundo sueño y le arrancó una costilla para hacer manualidades.

Cuando Adán despertó, Dios le indicó que apreciara su nueva creación. Adán, sorprendido pidió explicaciones: “¿Pero qué es esto? Qué hombre más raro, ahí arriba tiene dos… y abajo le falta…”. “Calla”, contestó tajantemente el altísimo, “no es un hombre, es una mujer, la primera mujer. Se llama Eva y nos salvará a los dos del desaguisado en el que nos has metido”. Adán se fregaba ya las manos, pensando que no tendría que salir del paraíso, gracias a Dios. Pero Él le aclaró que las cosas no irían por ahí: “No puedo dejarte seguir viviendo aquí después de lo que has hecho, lo siento. Pero Eva nos será de mucha ayuda. Le haremos creer a todo el mundo que ella te incitó a morder la manzana, así, la definiremos como un segundo prototipo ligeramente defectuoso de ser racional. Tú, sin embargo, seguirás siendo mi primera creación racional perfecta. Viviréis fuera de aquí, pero no te preocupes. Gracias a Eva te irás con un trozo de paraíso, ya que ella cocinará, planchará, limpiará y cuidará a vuestros hijos e hijas. Mientras tanto, tú podrás seguir pegándote la vida padre”.

Ya sí vivieron el hombre y la mujer hasta nuestros días.

Chuelo

viernes, 13 de mayo de 2011

La búsqueda


El ratón Panchito corre desesperado por el laberinto en miniatura que construyó su dueño, Damián, hace cuatro años para un proyecto de la asignatura de tecnología de segundo de ESO. Hay que aclarar que no es queso lo que busca sin descanso Panchito en la maraña de paredes de madera pintada con témpera blanca. ¿Y la salida? Se pregunta. Adelante, izquierda, derecha, recto, frena, aquí no hay salida. Regresemos, atrás, tropiezo, derecha. El corazón le va a estallar. Sabe que debe descansar, pero no puede detener sus patitas.

¿Dónde estará el gramo de farlopa que perdí ayer? Se pregunta Damián.

Chuelo

viernes, 29 de abril de 2011

Conformista sin causa



El joven de diecisiete años se prepara para hablar con sus padres. Hace tiempo que es consciente de la necesidad de afrontar este momento, pero el miedo a la reacción que puedan tener sus progenitores, especialmente él, ha podido siempre con su decisión por lo correcto. Finalmente se decide. Se ajusta la corbata y tira de la manga derecha de su americana gris para deshacer una pequeña arruga. Acto seguido se dispone a entrar en el salón, y en el momento en que toca la manecilla de la puerta nota como una espesa pátina de sudor frío cubre por completo su espalda.
Al entrar su padre le lanza una mirada desde el sillón y le saluda con un monosílabo. La madre, en pie ante la ventana, le da las buenas tardes con una sonrisa y le pregunta cómo ha ido el instituto. No contesta, se limita a permanecer unos segundos plantado, tan petrificado y aparentemente indiferente como lo estaría una estatua de mármol en medio de la estancia. Cuando encuentra la frase la pronuncia: “Debo explicaros algo”. La cara de ella pasa a expresar esa tan típica preocupación de las madres, y la del padre, solamente suficiencia. Imagina de qué va a ir el discurso.
El joven empieza a explicarse. Sintiéndolo mucho, va a aprobarlo todo este trimestre, y muy probablemente con sobresalientes. Los padres se miran mutuamente, después la madre gira sobre sí misma y se tapa la cara mientras intenta reprimir una lágrima. Su marido, todavía desde el sillón, exclama con voz despreciativa que ya se lo esperaba, pero que no por eso deja de estar cabreado. Un momento, hay más, comenta el chico inquieto, ya que debe admitir que su alto rendimiento escolar se debe, en parte, a que no fuma porros ni bebe alcohol.
Esta última afirmación levanta al padre del sillón soltando una exclamación malsonante. En un gesto nervioso, quizás para reprimir una bofetada, se pasa la mano por la cabeza tirándose la cresta hacia atrás. La madre se le acerca, tiene miedo de que haga algo de lo que pueda arrepentirse. Saca una piedra de su riñonera a cuadros escoceses claveteada y le pide que se haga uno antes de perder los nervios. Él, sin quitar la vista de encima del chaval, acepta la china y se sienta de nuevo en el sillón. Se agacha ligeramente para sacar un mechero que lleva guardado en la caña de una de sus Dr. Martens y empieza a quemar. La madre se acomoda en uno de los apoyabrazos del sillón, mordido y arañado por Sid, el perro de la familia, tratando de mostrar a su marido a través del lenguaje no verbal que, ante todo, está con él.
El joven se excusa, y dice que su intención no era no drogarse, pero que los amigos presionan, y que no es fácil ser aceptado si no se sigue una dieta sana a base de futas, verduras y carbohidratos, baja en carnes y grasas. Mientras deshace el pedrusco, el padre escucha y le recrimina que se deje llevar por unos amigos de dudosa reputación. En su casa siempre le han llevado por el camino correcto. Si siempre le han enseñado a acabarse el kalimotxo de antes de ir a dormir, y a desayunar con un quinto para quitarse de encima la resaca, ¿a qué vienen todas esas tonterías de la dieta sana? Quizás la culpa sea de ellos, por permitirle ponerse esos absurdos trajes, o los polos y zapatos náuticos que usa en verano. La madre toma el relevo justo cuando él empieza a vaciarse un cigarro sobre la palma de la mano. En un tono más conciliador le pregunta por qué tiene que ser tan diferente, qué tienen de malo las bambas mugrientas, la chupa de cuero los cócteles molotov o no ducharse en cinco días. De todos modos, le aclara, todo esto no le preocuparía si no fuera por la fea costumbre de no fumar canutos. Ella, aunque no quiere dirigirle la vida, le pide que se plantee muy seriamente lo que hace con su salud. Le agradece, eso sí, que aunque escuche a Haydn y se ría de las cintas de Eskorbuto que forman parte del patrimonio familiar, tuviera el detalle de tatuarse un cráneo en el brazo, aunque sólo fuera por hacerles felices. Ya que accedió a la aguja, podría hacer el pequeño sacrificio de plantearse lo de las birras y los porros, concluye.
Sabe que tiene que ser totalmente sincero, pues es lo que se ha planteado desde un principio, así que se lanza. Cuando el padre oye que el tatuaje que se hizo era de quita y pon, se le cae el porro a medio hacer al suelo. Trata de contener su ira pero fracasa. Se pone en pie al tiempo que agarra por el cuello una mediana vacía que tenía tirada por el suelo y se dispone a hacerla estallar contra la cara del chico. Pero la madre lo detiene con un punzante codazo en el costillar. Él se gira y le arrea un cabezazo en la frente, y cuando ella se hace con otro botellín el chico los manda parar con un ruidoso “basta”.
Se detienen y, volviendo al sillón, el padre le recrimina que si por él y sus amiguetes fuera todo en esta vida se solucionaría dialogando. Ahora el muchacho, enfadado por la última sentencia que ha escuchado, y totalmente convencido de su buen hacer, les explica que él es así, que si no les gusta mala suerte, y que no piensa pedirles permiso para irse el próximo fin de semana a la excursión organizada por la parroquia local. “Disculpadme estimados padres, pero uno es como es”, espeta justo antes de salir del salón y cerrar la puerta cuidadosamente.
Ella tranquilaza al marido, le dice que son cosas de la edad, que no se preocupe, que se le pasará un día u otro. Para sus adentros, sin embargo, se pregunta cómo le dirá lo que el chico le confesó secretamente. Cómo se tomará que haya pedido plaza en la facultad de derecho y se la hayan concedido.
Chuelo