sábado, 26 de marzo de 2011

Cigarrollo Blues


Cigarrollo: Relación de carácter amoroso que, como consecuencia de las leyes antitabaco, se establece entre dos personas cualesquiera tras un periodo breve de tiempo coincidiendo en la vía pública, generalmente en entradas de oficinas y otros lugares públicos, para fumar.
Entrada próximamente incluida en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Todo empezó con la ley, aquella inoportuna ley. Unos años antes de que el gobierno prohibiera fumar en todos los lugares públicos cerrados, además de en las puertas de los hospitales y en los parques infantiles, ya se había aprobado una ley que impedía hacerlo en el lugar de trabajo. La gente de este país, capaz de mover montañas antes que dejar el tabaco por imposición legal, empezó a ocupar las puertas de los edificios de oficinas y centros comerciales creando así una lícita opción de eludir responsabilidades laborales durante unos minutos. Se dice incluso que hubo quien empezó a fumar a partir de entonces para superar el agravio comparativo que les impedía tomarse unos minutos de descanso si no pertenecían al colectivo de los humoadictos.

Sin embargo, él, el protagonista de nuestra historia, decidió aprovechar la ley para dejar el tabaco. Pero al bajar a la puerta de su oficina para fumarse el último de su vida, ella, una empleada de la compañía de seguros sita en el adyacente local a pie de calle, le pidió fuego. Él le ofreció el mechero que, a la orden de sus intenciones, tenía que finalizar sus días como utensilio de cocina. Aunque, atrapado por su mirada, le hubiera entregado su propio corazón envuelto en llamas con el único fin de dar candela al cigarrillo light que llevaba entre los labios. Ella se dio fuego, y seguidamente él. A partir de ahí ambos consumieron los diez minutos reglamentarios de cigarro en horas de trabajo hablando del tiempo.

Al día siguiente, y a pesar de su propósito de dejarlo, él compró otro paquete y bajó a la misma hora, ya que aquel ángel se había convertido en un diablo que le tentaba a seguir, aunque sólo fuera una vez al día, con el asqueroso vicio de fumar. Ella le esperaba en la puerta del local, y él, con el mechero ya preparado, le dio fuego. La historia se fue repitiendo día tras día, hasta que él olvidó el propósito de cortar con el tabaco. Pensaba únicamente en cómo llenar con palabras aquellos diez minutos diarios, se le terminaban los temas banales: cocina, economía, inmigración… Además, lejos de dejarlo, él volvió a fumar más y más, ya que lo único que le permitía sentirla cerca fuera de aquellos exiguos diez minutos diarios, era el aroma del tabaco, el fluir de la nicotina por sus venas. Así, día a día, entre bocanadas de humo, evocaba su recuerdo.

Después de mucho pensarlo decidió lanzarse, le propondría quedar un día al salir del trabajo e ir a su apartamento. Allí podrían dejar atrás los encuentros furtivos de escaqueo laboral en plena calle, para pasar juntos la noche fumando, consumiendo interminables caladas de amor al amparo de un hogar privado, donde la ley todavía no había osado entrar en materia de salud pública. Convencido de sus objetivos, se levantó del escritorio cigarro en boca y mechero en mano para salir a la calle a la hora de siempre. Pero una desconcertante sorpresa se impuso a la ejecución de sus planes, al llegar a la puerta ella no había salido todavía. Su impaciencia sólo le permitió aguardar un minuto, transcurrido el cual, entró en la compañía de seguros. Al preguntar por ella, la recepcionista, muy amable, le dijo que la habían mandado permanentemente a la delegación recientemente inaugurada en una lejana ciudad. “Pero le ha dejado esto”, aclaró.

La carta que acompañaba el mechero de dentro del paquete de rubio bajo en nicotina ya vacío envuelto en papel de regalo color beige rezaba:
Ha llegado el momento, cuando leas esto estaré tramitando pólizas muy lejos de aquí. Yo misma pedí el traslado. Supongo que te preguntarás el porqué. He estado esperando semanas, meses, a que me propusieras pasar de nuestros efímeros encuentros callejeros a la tranquilidad de un lugar más íntimo y personal, donde pudiéramos fumar lo que se nos antojara por cuantas horas quisiéramos y así dejar atrás las estúpidas conversaciones a contrarreloj para conocernos mejor. Pero parece ser que esa no era tu intención. Perdona si malinterpreté tu costumbre de bajar siempre a la misma hora y darme fuego de esa forma, cómo diría, tan atenta. Precisamente con el obsequio que acompaña la epístola que ahora mismo estás leyendo, te devuelvo todo el gas que has estado gastando por mí. Aunque seguramente tú lo verás así de sencillo, para mí era mucho más, para mí era la energía que me empujaba cada día a solicitar peritajes, gestionar seguros de vida y autorizar pagos allí, tan cerca de ti. Al menos espero que sirva para que, si algún día enciendes con él un cigarro, pienses una vez más en mí, aunque sea la última. Hasta siempre.

¿Qué pasó a partir de entonces? Pues seguramente lo que hubiera sucedido si él y ella no se hubieran conocido. Al día siguiente, a la hora habitual, cuando su compañero de cubículo le preguntó si no bajaba a la calle, él sólo pudo contestarle: “No, ya no tiene sentido, dejo de fumar”. Y como muchos de vosotros habréis adivinado, el mechero que ella le regaló terminó sus días como utensilio de cocina.

Chuelo

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