viernes, 29 de abril de 2011

Conformista sin causa



El joven de diecisiete años se prepara para hablar con sus padres. Hace tiempo que es consciente de la necesidad de afrontar este momento, pero el miedo a la reacción que puedan tener sus progenitores, especialmente él, ha podido siempre con su decisión por lo correcto. Finalmente se decide. Se ajusta la corbata y tira de la manga derecha de su americana gris para deshacer una pequeña arruga. Acto seguido se dispone a entrar en el salón, y en el momento en que toca la manecilla de la puerta nota como una espesa pátina de sudor frío cubre por completo su espalda.
Al entrar su padre le lanza una mirada desde el sillón y le saluda con un monosílabo. La madre, en pie ante la ventana, le da las buenas tardes con una sonrisa y le pregunta cómo ha ido el instituto. No contesta, se limita a permanecer unos segundos plantado, tan petrificado y aparentemente indiferente como lo estaría una estatua de mármol en medio de la estancia. Cuando encuentra la frase la pronuncia: “Debo explicaros algo”. La cara de ella pasa a expresar esa tan típica preocupación de las madres, y la del padre, solamente suficiencia. Imagina de qué va a ir el discurso.
El joven empieza a explicarse. Sintiéndolo mucho, va a aprobarlo todo este trimestre, y muy probablemente con sobresalientes. Los padres se miran mutuamente, después la madre gira sobre sí misma y se tapa la cara mientras intenta reprimir una lágrima. Su marido, todavía desde el sillón, exclama con voz despreciativa que ya se lo esperaba, pero que no por eso deja de estar cabreado. Un momento, hay más, comenta el chico inquieto, ya que debe admitir que su alto rendimiento escolar se debe, en parte, a que no fuma porros ni bebe alcohol.
Esta última afirmación levanta al padre del sillón soltando una exclamación malsonante. En un gesto nervioso, quizás para reprimir una bofetada, se pasa la mano por la cabeza tirándose la cresta hacia atrás. La madre se le acerca, tiene miedo de que haga algo de lo que pueda arrepentirse. Saca una piedra de su riñonera a cuadros escoceses claveteada y le pide que se haga uno antes de perder los nervios. Él, sin quitar la vista de encima del chaval, acepta la china y se sienta de nuevo en el sillón. Se agacha ligeramente para sacar un mechero que lleva guardado en la caña de una de sus Dr. Martens y empieza a quemar. La madre se acomoda en uno de los apoyabrazos del sillón, mordido y arañado por Sid, el perro de la familia, tratando de mostrar a su marido a través del lenguaje no verbal que, ante todo, está con él.
El joven se excusa, y dice que su intención no era no drogarse, pero que los amigos presionan, y que no es fácil ser aceptado si no se sigue una dieta sana a base de futas, verduras y carbohidratos, baja en carnes y grasas. Mientras deshace el pedrusco, el padre escucha y le recrimina que se deje llevar por unos amigos de dudosa reputación. En su casa siempre le han llevado por el camino correcto. Si siempre le han enseñado a acabarse el kalimotxo de antes de ir a dormir, y a desayunar con un quinto para quitarse de encima la resaca, ¿a qué vienen todas esas tonterías de la dieta sana? Quizás la culpa sea de ellos, por permitirle ponerse esos absurdos trajes, o los polos y zapatos náuticos que usa en verano. La madre toma el relevo justo cuando él empieza a vaciarse un cigarro sobre la palma de la mano. En un tono más conciliador le pregunta por qué tiene que ser tan diferente, qué tienen de malo las bambas mugrientas, la chupa de cuero los cócteles molotov o no ducharse en cinco días. De todos modos, le aclara, todo esto no le preocuparía si no fuera por la fea costumbre de no fumar canutos. Ella, aunque no quiere dirigirle la vida, le pide que se plantee muy seriamente lo que hace con su salud. Le agradece, eso sí, que aunque escuche a Haydn y se ría de las cintas de Eskorbuto que forman parte del patrimonio familiar, tuviera el detalle de tatuarse un cráneo en el brazo, aunque sólo fuera por hacerles felices. Ya que accedió a la aguja, podría hacer el pequeño sacrificio de plantearse lo de las birras y los porros, concluye.
Sabe que tiene que ser totalmente sincero, pues es lo que se ha planteado desde un principio, así que se lanza. Cuando el padre oye que el tatuaje que se hizo era de quita y pon, se le cae el porro a medio hacer al suelo. Trata de contener su ira pero fracasa. Se pone en pie al tiempo que agarra por el cuello una mediana vacía que tenía tirada por el suelo y se dispone a hacerla estallar contra la cara del chico. Pero la madre lo detiene con un punzante codazo en el costillar. Él se gira y le arrea un cabezazo en la frente, y cuando ella se hace con otro botellín el chico los manda parar con un ruidoso “basta”.
Se detienen y, volviendo al sillón, el padre le recrimina que si por él y sus amiguetes fuera todo en esta vida se solucionaría dialogando. Ahora el muchacho, enfadado por la última sentencia que ha escuchado, y totalmente convencido de su buen hacer, les explica que él es así, que si no les gusta mala suerte, y que no piensa pedirles permiso para irse el próximo fin de semana a la excursión organizada por la parroquia local. “Disculpadme estimados padres, pero uno es como es”, espeta justo antes de salir del salón y cerrar la puerta cuidadosamente.
Ella tranquilaza al marido, le dice que son cosas de la edad, que no se preocupe, que se le pasará un día u otro. Para sus adentros, sin embargo, se pregunta cómo le dirá lo que el chico le confesó secretamente. Cómo se tomará que haya pedido plaza en la facultad de derecho y se la hayan concedido.
Chuelo

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