Mamá y papá cuentan el cuento de la
Caperucita Roja a su niñita de cinco años. Son conscientes de que la televisión
a menudo maleduca, y las compañías del parvulario no siempre son las deseables,
por mucho empeño que ponga la profesora en dar una educación en hábitos y
valores, además de enseñar a distinguir un círculo verde de uno rojo a la hora
de cruzar la calle. Por lo tanto se proponen educar a su pequeña como se ha
hecho toda la vida, a través de la moraleja de los cuentos tradicionales. Cada
noche, antes de dormir, le explican una de las historias que sus propios padres
les enseñaron a ellos mismos cuando tenían la edad de su pequeña.
Cuando el lobo feroz pasa a mejor vida,
tiroteado por el cazador que rondaba los alrededores de la casa de la abuela en
busca de pichones, armiños u otro tipo de pieza de caza menor, papá cierra el
libro y mamá recapitula:
–¿Ves?
Caperucita no hizo caso a su mamá, que le dijo que no se entretuviera, y mira
cómo terminó. El cuento nos enseña que los niños tenéis que hacer caso a los
mayores.
–Pero
mamá –apunta la niña–, el lobo feroz era mayor que Caperucita, y ella le hizo
caso. Además, luego se disfraza de abuela para engañarla, y la abuela también
es una persona mayor, Caperucita todo el rato hace caso a personas mayores y se
mete en un lío.
Mamá
sonríe, se siente orgullosa de su hija, porque sabe que pocas niñas de su edad
serían capaces de hacer una valoración así. Los niños de cinco años se lo creen
todo, su pequeña, sin embargo, es capaz de discutirle hasta aquello que cae por
su propio peso.
–No
–le aclara–, lo que quiere decir el cuento es que hay que hacer caso a los
papás.
–¿Papás?
Pero si la Caperucita Roja no tenía padre.
Mamá
no se esperaba esa respuesta, ya que ni ella misma se la ha planteado jamás.
¿Un cuento tan moralista como el de la Caperucita puede estar protagonizado por
una familia monoparental? Para ella roza lo indecente. Pero lo que más le
descuadra de todo este asunto es que su hijita de cinco años sea quien le ha
hecho percatarse de ello. Por un momento no le hace tanta gracia como hace unos
instantes la capacidad de análisis del texto de la niña, superior sin duda a la
de cualquier otra criatura de su edad. Por suerte para ella, papá tercia antes
de tener que improvisar una respuesta:
–No
se trata de eso –dice al tiempo que coloca una mano sobre la espalda de su
esposa y utiliza la otra para acariciar la nuca de la niña–. Olvídate del papá
de Caperucita Roja. Lo que lo que tienes que aprender del cuento es que el que
la hace la paga. Fíjate bien, como has dicho, Caperucita se metió en un lío.
¿Pero por qué? Es bien sencillo: por no hacer caso a su mamá. Tuvo que pagar su
desobediencia con el severo castigo de ser engullida por un lobo. ¿Y el lobo?
Pues él se portó peor que la Caperucita, y se portó tan mal que tuvo que venir
el cazador a hacerle pagar sus fechorías.
–¿Y
qué pasa con la abuela? Ella no hace nada mal y recibe el mismo castigo que
Caperucita.
–Bueno
–contesta el padre desconcertado por la apreciación de su hija–, supongo que si
no le hubiera abierto la puerta al primero que llamó no le habría pasado nada.
La
pequeña piensa unos instantes y apunta no muy convencida:
–Entonces
el cuento nos enseña que los abuelos no deberían abrir la puerta de casa hasta
estar seguros de quién llama.
–Puede
que sea otra lección –interviene de nuevo la madre ya un poco crispada con
intención de cerrar el tema y apagar la luz para que su hija se ponga a
dormir–. No tenemos que fiarnos de según quién. En la vida hay que ir con
cuidado, vigilando las intenciones de las otras personas, sobre todo si no las
conocemos.
–Yo
creo que todo eso son tonterías –interrumpe de nuevo la cría–. Yo con el cuento
de la Caperucita he aprendido que siempre hay que tomar el camino más corto
para hacer las cosas. Caperucita Roja se entretiene por el camino largo y el
lobo la adelanta, de haber tomado el primero… ningún problema.
Papá,
algo malhumorado por la testarudez de la niña y la lección de blandenguería de
la madre, se levanta.
–No
entendéis nada –exclama saliendo de la habitación–. El cuento nos enseña que el
que la hace la paga –se detiene en la puerta–. En el mundo en que vivimos a
veces hay que actuar con dureza, como el cazador, que acaba con la vida del
lobo, y sólo así se asegura de que no volverá a hacer el mal. La Caperucita
Roja nos enseña la importancia de tener armas de fuego en casa para
defendernos.
Suena
el teléfono en la sala de estar, papá calla y va a atender la llamada.
La
pequeña está ahora realmente confusa, creía haber entendido perfectamente el
cuento cuando papá cerró el libro, pero parece ser que no es así. Mamá, al leer
la confusión en los ojos de la niña, desaparecida ya la chispa que tiene cada
vez que pone en duda lo que se le explica, se ve reconfortada y tranquila.
Acaricia la cabecita su hija y, de nuevo con una sonrisa en la cara, concluye:
–Lo
importante es que siempre hagas caso a papá y mamá.
Su marido aparece entonces en la
habitación con el teléfono inalámbrico. Su mujer y su hija guardan silencio
esperando la noticia que viene anticipada por el rostro desencajado del hombre.
Con la voz rota explica:
–Era la policía. Unos ladrones
han entrado en casa de la abuela, le han robado todas las joyas y la han
matado.
Chuelo